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Ushno de vilcas huaman, nótese  la colindancia con una vivienda

San(e)ar desde lo perdido: Relato autoetnográfico de unx arqueólogx en Vilcas Huaman, Ayacucho

Publicado: 2017-06-24

Después de varias horas de viaje llegué a Vilcas Huaman. Estaba anocheciendo, necesitaba encontrar un hospedaje en el que me pudiera quedar tres meses. Juan, trabajador de la municipalidad, me ayudó a encontrar uno. Mientras sostenía mis maletas, pensé en lo prometedora que sería mi estadía.

Los días en Vilcas Huaman fueron difíciles, producto del estrés laboral, el malestar por la misión que me fue encomendada y la (auto)represión de mis deseos. Mi trabajo consistía en facilitar, como parte de la municipalidad provincial, el proceso del saneamiento físico-legal de los monumentos arqueológicos incas ubicados en la ciudad, tenía que convocar una serie de espacios de diálogo (reuniones, charlas, entrevistas, talleres) para conversar con la población vilquina y hacerlos partícipes del proceso. Lo más complicado fue entrevistar a las personas que viven o tienen un predio dentro del área que quedaría comprendida dentro de la delimitación. Tenía que entrevistar a cada posesionario/a, conocer un poco de las condiciones materiales en las que vive y consultar si deseaba participar del proceso.  

En el transcurso de muchas entrevistas terminaron por contarme sus historias familiares, relatos altamente emocionales en los que se mezclaban conflictos intrafamiliares con las consecuencias del conflicto armado interno. Una de las viviendas involucradas está junto al Ushno (edificación inca con fines ceremoniales), en ella viven diez familias constituidas a partir de los compromisos de las hijas e hijos del señor Ernesto. Huyeron a Vilcas Huaman desde su comunidad de origen debido a la violencia desatada durante los años ochenta y construyeron su vivienda junto a las ruinas donde hallaron refugio bajo la sombra del gran imperio. Yo me encargaría de comunicarles que volverían a pasar por lo mismo: la violencia de Estado les obligó a dejar sus terrenos y ahora, bajo diferentes circunstancias, tendrían que hacerlo nuevamente. Desplazamientos forzosos, Estado y violencia articulaban un nuevo sentido a la luz del proceso de delimitación.

Recuerdo que me acostaba muy preocupadx, con el transcurrir de los días me percataba de la real dimensión de mi presencia. La ciudad debía estar ordenada bajo una serie de parámetros (orden geométrico, segmentación, división entre pasado y presente) que no respondían a la experiencia del lugar, sino a un ideal moderno de cómo habitar la ciudad. Como arqueólogx debía abogar por la separación física entre las viviendas y las estructuras arqueológicas, un propósito que, si bien estaba movilizado por la protección del patrimonio cultural, por otro lado, implicaría intervenir en las formas locales de vivir. Una especie de colonialidad del habitar. Ante este posible horizonte, me encargué de conducir los trabajos de forma que no reproduzcan situaciones verticales y violentas, usuales en la performance estatal.

Por otro lado, la soledad me asfixiaba. Estar solx, sin amigas ni amantes, me ponía en una situación de vulnerabilidad que nunca antes había experimentado. En la comunidad, el deseo homoerótico corría por carriles distintos a los que había experimentado en la ciudad, sin embargo, ambos en la misma dirección. En Lima, mis prácticas sexuales estaban mediadas por el uso de tecnologías (chats, aplicaciones) y dinámicas donde el anonimato y la inmediatez primaban. En Vilcas Huaman, no fui parte de ninguna relación sexo-afectiva, creo que no comprendí las dinámicas locales no heterosexuales. Si hay algo de lo que puedo estar segura en esta vida es que locas hay en todos lados. Lo que sí era explícito era la homofobia: los gestos y los comentarios donde la homosexualidad constituía lo abyecto y reprobable.   

Los meses que permanecí en Vilcas Huaman coincidieron con la temporada de cosecha de maíz, coordiné con el presidente de la comunidad para ayudarlo en su parcela, quería aprender una nueva habilidad, tal vez para hacer real eso que llaman “intercambio de saberes”. El día de la faena tardé casi una hora en encontrar la chakra del presidente, la pampa estaba repleta de comuneras y comuneros que bregaban por arrancar los maíces de sus tallos. Al encontrarlo, me indicó que comenzara a despancarlos con una herramienta de hueso heredada de su padre. A la hora del almuerzo nos agrupamos alrededor de una manta con la merienda; comíamos y conversábamos acerca de todo el trabajo que aún nos faltaba por hacer, pronto las preguntas empezaban a dirigirse sobre mí. Me vi envueltx en un interrogatorio acerca de mi sexualidad: ¿Estás casado?, ¿tienes hijos?, ¿con quién vives? Con dos amigos, respondí, aunque no era cierto (estaba tan nerviosx que fue lo primero que vino a mi mente). ¿Acaso eres maricón? Solo los maricones viven entre hombres, continuó. Volví a responder: No, vivo con un amigo y una amiga. Asintió con su cabeza, el contrato heterosexual había sido garantizado y la continuidad del proyecto también.

Sus preguntas más allá de buscar la verdad acerca de mi sexualidad construían y destruían algo dentro de mí. Sus palabras constituían actos lingüísticos, como lo describe J. Austin, que me hacían sentir intimidadx y avergonzadx. Detrás de sus inquietudes había una acusación, motivada probablemente por mi expresión de género poco masculina, y la intención a que dijera “no”. El intercambio dialógico tenía un director que manejaba completamente la situación, preguntaba, intimidaba e inducía lo que tenía que decir. Al suspenderse momentáneamente mi capacidad de habla se crearon las condiciones favorables para la reproducción de la heterosexualidad en tanto sistema social donde lo masculino opera como lo universal.

La performatividad de nuestras palabras también alcanzaban a trastocar mis ideales y la imagen que había construido de mi mismx en la ciudad. Mi participación en diferentes espacios activistas me había hecho comprender que la violencia era una cuestión estructural sobre la que se tejían una serie de relaciones de poder donde mujeres, locas, cabras, machonas, gays, lesbianas y personas trans estaban en desventaja, aún más si tenemos en cuenta las posiciones de raza, clase, procedencia, edad. Al negar mi sexualidad sentía que estaba traicionado mis ideales y a mis compañerxs de lucha. Había perdido algo durante esa conversación y el proceso de duelo que me tocó experimentar aún lo estoy viviendo.

Para el día de la delimitación ya era parte del equipo del Proyecto Qhapaq Ñan-Sede Nacional, después de concluido mi contrato con la municipalidad. Me integré a las contradicciones de la maquinaria burocrática que administra la cultura en el país. Recorrimos todas las estructuras arqueológicas en cuestión a pesar del poco compromiso social de los técnicos del Ministerio de Cultura encargados de delimitar, quienes dificultaron en varias oportunidades que nuestro trabajo mantenga su cariz participativo. Sin embargo, un grupo de vecinas/os y un comité de acompañamiento, conformado por autoridades locales, logró arrebatarles la posición privilegiada que detentaban. Nuestras voces fueron escuchadas e influyeron, aunque no en todos los casos, en la forma de los polígonos de delimitación. Mientras los veía delimitar y decidir sin dificultades sobre los proyectos de vida de muchas personas, me preguntaba de dónde provenía la autoridad que les permitía hacerlo. Ellos, así como muchxs trabajadorxs públicxs, actúan a partir del aval de una compleja trama de relaciones de poder en las que la institución que representan, como parte del Estado, es un elemento entre otros. Junto al aparato gubernamental, la forma tradicional y anticuada de hacer arqueología nos empuja a no tomar en cuenta a las poblaciones en la gestión de su patrimonio cultural, teniendo en cuenta que gestionar abarca la investigación como la puesta en valor. Desde esta perspectiva, las poblaciones son receptoras y no gestoras.  

Después de un año, Vilcas Huaman fue declarado como Patrimonio Cultural de la Nación e iniciamos el proceso de socialización de los planos de delimitación. Participamos de una asamblea comunal para presentar planos, pensamos que todo terminaría en la firma de un acta de conformidad, pero no fue así. Durante la reunión surgieron una serie de críticas específicamente a la forma de la poligonal del Templo del Sol, bastante irregular para el gusto de muchxs. Al tratarse de una ciudad, la forma de los polígonos no podía ser regular, tenía que adecuarse a las calles y viviendas. Esta particularidad propició las suspicacias de parte de la audiencia. Me acusaron de haber recibido dinero por una de las personas cuyo predio no quedó involucrado. En ese momento tenía ganas de llorar, no podía creer que me acusaran de corrupción después de todo el esfuerzo que había significado para mí este trabajo. Respiré profundamente, contuve las lágrimas y empecé a deslindar enfáticamente. Al terminar la reunión quedó claro que no había ningún tipo de prueba que valide semejante disparate. Un señor se me acercó y con una señal me mostró su voto de confianza.

En la reunión habíamos dejado abierta la posibilidad de replantear los planos mediante el recorrido in situ de las estructuras arqueológicas. Durante dos días fuimos acompañados por un comité que nos indicó sus observaciones. Sin embargo, al verificar la poligonal del Templo del Sol, el espacio de diálogo fue interrumpido. Uno de los pobladores desistió en continuar porque no le parecía justo que la casa de su padre si esté involucrada y la de otra persona, no. Si bien se le explicó que la delimitación fue producto de un trabajo participativo guiado por criterios técnicos y la menor afectación social posible, no aceptó razones. Es ahí cuando decidimos hacer respetar el proceso, no como el esfuerzo de alguien, sino como resultado del trabajo conjunto entre la población y el equipo del proyecto. Cambiamos de estrategia y comunicamos que los planos eran definitivos y si había algún tipo de diferencia podían manifestarla por escrito al ministerio para su debida atención. Me ofrecí a llevar el oficio en nombre de la junta directiva de la comunidad, nunca me lo hicieron llegar.

Antes de irme de Vilcas, me encontré con un señor en el antiguo cementerio. Estaba tomando fotos a un muro inca y me preguntó qué hacía, por qué tomaba fotos. Le dije que para unos informes. No era la única persona que esos días preguntaba por nuestro trabajo y es que a estas alturas me alegra que la población esté pendiente de lo que hagamos con su patrimonio.

El debate público se había encendido. Además, me pidió que hiciera algo por las piedras antiguas, estaban regadas por toda la ciudad sin ningún tipo de cuidado. Esta situación le causaba dolor, un profundo malestar por la eventual pérdida de los tesoros y maravillas de quienes reconocía como sus antepasados. Sentía tristeza por la posibilidad que el pasado, materializado y experimentado a partir de los restos de la ciudad inca de Vilcas Huaman, desaparezca en un futuro. Sin un registro material, los discursos acerca del pasado podrían perderse en el inconsciente colectivo y sobrevivir, en el mejor de los escenarios, a través de la comunicación oral. Ambos estábamos preocupadxs por la pérdida de las narrativas que, de alguna u otra manera, dan sentido a nuestras existencias. Sin embargo, al menos para mí, la pérdida es algo con lo que he estado lidiando este año y estoy aprendiendo a no rechazarla. Perder algo o alguien no tiene por qué encender altas dosis de renuencia. Aceptar la pérdida es otra forma de conocernos, ebullen tantos sentimientos y reflexiones que vale la pena plasmarlos en un texto como ejercicio de sanación.

* Ponencia leída en la conferencia "Reflexiones sobre el método etnográfico y experiencias de trabajo", Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 30/11/16. 



Escrito por

Oscar Espinoza Martín

Soy Oscar, estudié arqueología en Lima y suelo escribir desde los bordes de esta disciplina.


Publicado en

chuqui_chinchay

Arqueoloca, hilvanando pasados para alterar el presente.