La ruina del Estado, vol. 1
La experiencia produce (es) teoría.
Una de las sensaciones más intensas de trabajar en el Estado es la pérdida de cualquier mecanismo de control sobre el yo y sus narrativas más íntimas. Los días pasan, ingresas al correo o al sistema y continuas tecleando el mismo himno de palabras, frases y fórmulas tecnoburocráticas que tienen el propósito de crear la fantasía del estado-máquina. El aparato estatal opera como una máquina de producción de informes, correos y firmas digitales, una nube de circuitos-palabras producidas por un cuerpo de operarios fuera de sí.
El Estado funciona como una máquina de producción de informes y expedientes, memos y proveídos, mapas y planos, documentos que terminan por reiterar hasta el hartazgo la omnipresencia del poder estatal. Los correos electrónicos .gob reiteran la existencia, y la posición de poder, del estado-máquina a su destinatario. La red de documentos estatales legitima los actos del habla del funcionariado público al mismo tiempo que modula la misma performance estatal. Existen casos de expedientes e informes que son devueltos a sus oficinas de origen por la ausencia de determinadas fórmulas narrativas (un saludo apropiado, el uso de la primera persona) y porque no cumplen con los formatos preestablecidos. Esto, desde la lógica maquínica del Estado, se traduce en un lapso de tiempo adicional al previsto en la historia de vida de los documentos. La actuación tecnodocumental del Estado depende que la máquina siempre este operativa y en constante fluidez.
No obstante, sería totalmente parcializado deslizar la idea que el origen de la ruinificación del Estado se encuentra en las fallas de una máquina operada por un demiurgo invisible. Las ruinas de la máquina estatal están en los intersticios culturales que separan las manos de quien digita los informes y el papel-máquina. Mientras que los papeles van pasando de mano en mano, o de correo en correo, la cultura tecnoburocrática en el que tienen lugar modela lo redactado. La cultura de los aparatos estatales no tiene nada que ver con directivas, leyes ni cualquier otro pebetero legal. Todo lo contrario, está introyectada en la psiquis de las personas que producen los documentos. La narrativa del jefe - subordinado arrebata cualquier intento de priorizar demandas urgentes de orden público (la prioridad del superior es necesidad para el subordinado). Este pensamiento, afín a las dinámicas burocráticas de los conglomerados empresariales, desplaza la centralidad del problema público en la performance estatal, especialmente porque las decisiones de los cuerpos directivos no necesariamente se solidarizan con las demandas sociales. En este contexto, todo el escalafón que sustenta la autoridad del jefe bendice lo estipulado para no perder su trabajo.
Otra característica de la máquina estatal es la red de relaciones de compadrazgo y amistad que inunda las instituciones públicas. Cuando alguien alcanza una vacante de trabajo en el Estado firma un contrato de lealtad con un determinado círculo de funcionarios y directivos. Las instituciones públicas muchas veces están conformadas por grupos de poder en pugna, colectivos (para)estatales emparentados por la universidad de procedencia de sus integrantes, las relaciones familiares de las que son parte o las amistades/favores personales que van tejiendo. Este medio, altamente tóxico, excreta cualquier atisbo de pensamiento crítico, el estatus quo es el suministro de energía que hace funcionar la máquina. Esto es altamente sintomático en determinados círculos de la gestión pública del patrimonio arqueológico.
Los documentos del Estado y el marco cultural en el que tienen sentido hacen trastabillar cualquier intento de cambio. A pesar que cambien una y otra de vez de directivxs, las cadenas de favores permanecen sonando al interior de la máquina estatal. Estamos hablando de un gran cambio de sentido que es mucho más complejo que ingresar a la facultad de gobierno de la PUCP o de la ESAN. Se requiere deconstruir la cultura tecnoburocrática que significa los aparatos estatales y reinventarla a un punto en el que ya no hablemos de un Estado-nación organizado en jerarquías y cruces de documentos. Parar la máquina y (re) ensamblarla con otros sentidos e imaginarios. Imaginar otra forma de hacer desde lo colectivo.