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Cartel anónimo, lima, 2020

wañuyta tariy o mis múltiples muertes

Publicado: 2022-01-31

Cuando tenía un mes de nacido pasé por un fuerte cuadro de bronquitis que me dejó la cara morada, mi rostro cambió su hermoso color marrón por uno bastante desesperante. Mi madre gritaba en el hospital ante la idea de verme partir a tan corta edad, mientras el doctor trataba de calmarla y reanimarme al mismo tiempo. El truco fue fácil, el galeno aplastó mi mollejita, aquella parte blanda que separa los huesos craneales de todo bebé, y volví a respirar. Reaccioné de la pequeña muerte y retomé mi color tierra. Había pasado tan solo un mes desde que llegué a este mundo y la muerte ya me conocía, desde entonces entablamos una amistad bastante perversa.

Más que un estado de silencio absoluto envuelto en un guardarropa sobrio, la muerte no puede enunciarse más en singular. Las caras de la muerte nos atraviesan constantemente y de modos muy cotidianos. Mi madre me recuerda cómo a los dos años tomé por accidente una botella con kerosene en la casa de mi tía Lucrecia. Pensando que era gaseosa, tomé el veneno e inmediatamente me puse a llorar como demente. El sabor letal del kerosene entró por mi garganta y nubló ansiosamente mi capacidad de respirar. En emergencias, el doctor le dijo a mi madre que felizmente había tomado solamente un sorbo, de lo contrario, difícilmente hubiera sobrevivido. Aunque mi memoria cognitiva no me dice nada sobre estos episodios de asfixia, la relación entre mi laringe y la sensación de morir se incorporó fácilmente en mi memoria corporal desde entonces.

Otro momento en mi historia con la muerte ocurrió cuando tenía cinco o seis años. Recuerdo lo sucedido por pedazos, mi psiquis me presenta fulgores-hechos aparentemente inconexos que la escritura tratará de narrar como un todo. Me veo llevar una canica a mi boca-buche mientras me deslizo cual serpiente por debajo de la cama para tomar una canica perdida. Debajo de la cama, la canica ingresa a mi faringe y corta mi respiración. Me veo llevado en brazos por todo el corredor de la quinta del pasaje Santa Rosa hasta llegar al hospital. Mi memoria me produce una leve sensación de asfixia de un tiempo pasado que se ata al presente y lo sujeta tan fuerte que la saliva pasa con dificultad por mi garganta mientras intento recordar lo vivido. El destino de la canica fue bastante sintomático al respecto: el juguete sería excretado de mi cuerpo como un alimento más. Asfixiarte y defecar son necrorituales mediante los cuales la muerte transita por nuestros cuerpos para obsequiarnos esos momentos liminales (vida-ocaso) que caracterizan nuestra convivencia con esta.

La muerte siempre ha estado escondida en mi garganta, dispuesta a ponerme en aprietos ni bien alguna sustancia o artefacto interrumpa la sucesión entre inhalación y exhalación que me permite respirar. Hace cinco años, invité a un amigo-de-un-día a mi departamento para tomar unos tragos y entrelazar nuestros cuerpos. A pesar de ser un hecho relativamente reciente, también lo recuerdo a pedazos. Hablamos de nuestros vidas (vacías) y de cómo decorar mejor el departamento, entre el flirteo y la cháchara una amiga se unió a la escena y me alertó sobre la mirada perversa del hombre. Yo solo quería pasar un buen rato e introducir algo más placentero que una canica en mi garganta, así que no le presté mucha atención. Entramos a mi cuarto y no-recuerdo-más. Al día siguiente a penas pude despegarme de la cama, mi locomoción era tristemente torpe y noté la ausencia de varias cosas en mi cuarto. La bebida que tomamos probablemente tenía alguna sustancia que me mantuvo inconsciente toda la noche, me dijo un policía.

La muerte se aloja en mi garganta desde que nací, está esperando cualquier oportunidad para jugar conmigo y probar mi capacidad de resiliencia. Es por esta razón que hasta el día de hoy me resulta difícil tomar agua o cualquier otro tipo de líquido sin que tenga esa horrible sensación de ahogarme. La obstrucción de mi garganta no es solamente un movimiento mecánico, es una articulación eje-polea que hace eco de una larga amistad con la muerte, con esos estados de muerte que muchxs hemos experimentado en algún momento de nuestras existencias. Las facetas o caras de la muerte que llevo conmigo me hacen pensarla desde una perspectiva totalmente diferente a la del ataúd y el vestido negro. Las pequeñas muertes eran reconocidas en las sociedades quechuas y aymaras del siglo XVI, al menos así lo dejan en claro los vocabularios tempranos escritos sobre estas. Los términos aya y huañu, en quechua, y amaya y hihua, en aymara, son conjugados para denotar un sinnúmero de estados breves de muerte, como la muerte del Sol o el atardecer, la embriaguez, el dormir o volverse muy delgado. Tomar chicha hasta la inconsciencia o la llegada del Sol al mar de Pachacamac eran eventos de muerte que configuraban el cotidiano de estas poblaciones, “la muerte” convivía con “la vida” de tal modo que no eran pensados como mundos opuestos. Todo lo contrario, eran fuerzas paralelas cuyos fluidos (semen, sangre) hacían sostenible cualquier existencia. Yo sumaría a estos fluidos la saliva, líquido viscoso que ha venido obturando mi garganta desde que empecé a escribir este texto.


Escrito por

Oscar Espinoza Martín

Soy Oscar, estudié arqueología en Lima y suelo escribir desde los bordes de esta disciplina.


Publicado en

chuqui_chinchay

Arqueoloca, hilvanando pasados para alterar el presente.