BANNEAR LA ARQUEOLOGÍA EN TIEMPOS DE CRISIS: UNA NOTA INDISCIPLINADA
El colapso de un sector de las murallas de Kuelap es un síntoma de lo relevante que es pensar la arqueología en tiempos de crisis. No para denunciar la falta de protección estatal de los espacios arqueológicos (¿novedad?), sino para llevar al límite la noción de ruina arqueológica. La ruina es pensada en términos de pasado, nostalgia y destrucción de lo material, además de prometer de manera quisquillosa la idea que todo pasado fue mejor. No obstante, la coyuntura del quehacer arqueológico andino nos obliga a pensar que la ruina es al mismo tiempo su objeto y epítome. Una suerte de colapso tras colapso que está dejando muchos escombros y rajaduras en el paisaje arqueológico peruano.
El derrumbe de las bases disciplinadas de la arqueología aún es un work in progress, pero los primeros remezones han comenzado. Lejos de estar conformada por un grupo de personas en busca de la verdad del pasado, la arqueología andina, como la voy (des)conociendo, está estructurada por medio de una trama de relaciones de poder y violencia. Mentorxs, jefxs de campo, directorxs de proyecto, practicantes, estudiantes, todxs signados bajo relaciones de poder que van de un lado a otro, con momentos para hacerle frente al poder e interpelarlo. Esto a reventado en nuestras caras con los recientes casos de abuso de poder y violencia sexual en diferentes escenarios del quehacer arqueológico (aulas, trabajos de campo). Casos que lamentablemente no han conseguido el repudio de toda la comunidad arqueológica nacional, tal vez porque de algún modo el silencio nos beneficia.
Hay unos cuantos mastodontes en la arqueología que detentan una posición central en redes de poder que exceden los espacios universitarios. Dan becas (a cambio de), facilitan recursos económicos (a cambio de), regalan libros (a cambio de), prometen conexiones profesionales (a cambio de). El “cambio de” tiene muchos matices y experiencias de dolor institucionalizado, a través de los cuales se entretejen los casos de violencia sexual denunciados valientemente para varias estudiantes de la PUCP y la arqueóloga Marcela Poirier. La podredumbre a la que ha llegado la arqueología se asienta, además en un medio caracterizado por la misoginia, la homolesbofobia, la transfobia, el racismo y el clasismo. Sí, la arqueología participa de estas dinámicas y su estudio debería abrir un nuevo campo de investigación junto con la arqueometría y los “estudios de género”, algo así como una autopsia arqueológica.
Las piedras de Kuelap caen en uno de lo momentos en los que más nos damos cuenta de que la máquina arqueológica debe parar. La arqueología se debe multiplicar hasta la enésima potencia en varias arqueologías, en las que nos sintamos más representadxs y segurxs. Arqueologías que rompan, por ejemplo, el refrán de “todo tiempo pasado fue mejor”. La arqueología (en singular) alimenta ansiosamente este supuesto al construir ciudades-estado sin clases, igualdades de género, poblaciones bien alimentadas, señoras con poder y demás elaboraciones tipo portada de Atalaya. Las arqueologías deberían proponer que no todo pasado fue mejor, el mañana será mejor. La promesa podría ser uno de los lugares en los que construyamos estas arqueologías-otras o futurologías. Futurologías del género, afectividades comunales del mañana, horizontes postestatales, irrupciones contra el status quo, que ofrezcan alternativas ante las múltiples crisis que habitamos. Así, aunque parezca absolutamente contradictorio, la arqueología debe proyectarse a los futuros y (olvidarse) del pasado.